Orson Welles nunca terminó esta gran aventura cinematográfica. Entre las razones y los mitos en torno a la no finalización de la producción se han escrito ríos de tinta. Como mal menor nos queda algún fragmento excepcional--como el que aquí propongo--, y que yo tildaría de soberbia pieza cinematográfica. La re-presentación de la escena no desluce en absoluto las diversas propuestas intertextuales que en la obra aparecen en el capítulo de los “titiriteros,” y que comienza a la sazón: “Callaron todos, tirios y troyanos.” Los espectadores y el lector mismo quedan absortos en la transalatio del romance. Siguiendo la re-interpretación del romance popular, en boca del trujamán, se encuentran los espectadores don Quijote y su fiel escudero, ambos expectantes en el desarrollo sobre la narración de don Gaiferos y Melisendra. “Miren cuánta y cual lúcida caballería sale de la ciudad en seguimiento de los dos católicos amantes,” prosigue la narración, y llega el fatal desenlace de don Gaiferos. Don Quijote ante la fatalidad del héroe, perseguido por la “morisma” decide, una vez más, “desfacer el entuerto,” desenvaina su espada y arremete sin piedad contra las figurillas del retablo de maese Pedro con una “nunca vista furia.”
Casi trescientos años después, Welles reinterpreta el episodio y hémonos aquí no ante el romance seudocarolingio de don Gayferos y Melissendra, sino ante la desproporción de unas imágenes en movimiento proyectadas en una pantalla. Y en el patio de butacas, don Quijote. En un estatismo extraordinario nuestro caballero observa la representación de unas imágenes que le separan espacialmente unos metros del escenario, pero más de tres siglos en su recorrido histórico. A pesar de la contemporaneidad o, si se me permite, la modernidad en la actualización del episodio, todo parece inequívocamente una pieza re-interpretada que, a priori, no se aparta del sentido de la obra original, salvo por un detalle transgresor que no pasa desapercibido para el “lector” moderno y que, incluso, invoca al mismísimo Hans Robert Jauss cuando decía aquello de que “una obra literararia no es objeto que se mantenga por sí sólo y que ofrezca la misma cosa a todos los lectores de la época.” Y efectivamente, en medio de esa inmensidad inabarcable del horizonte de expectativas jausseano surge la diferencia que, gracias a los distintos métodos de distribución del arte en el tiempo, nos permiten dotar a la escena de Welles de un nuevo sentido. Me explico. Cuando don Quijote, montado en cólera, destruye el retablo en el capítulo XXV, el caballero, en proporción, es de mayor tamaño y se encuentra al mismo nivel que el retablo; por el contrario, cuando se enfrenta a la pantalla, ésta es mucho mayor que él. Hay, por lo tanto, un desplazamiento del sentido entre las dos escenas que apunta al nivel jerárquico del espectador frente al artista. En un sentido estrictamente ranceriano, la jerarquía del espectador es, definitivamente, desigual en las dos producciones. Sin embargo en ambas, el sentido inicial es inmutable. Hay una fijación extraordinaria que, quizás, se aprecie con mayor claridad en la obra de Welles que en una desatenta lectura de Cervantes. Si el cine es la representación, como diría Ranciere, de las sombras proyectadas de la cueva de Platón, al retablo de maese Pedro no le faltan argumentos para llegar a la misma conclusión, y si no obsérvese la mención en el capítulo que precede al del “titiritero” de la exotérica aventura en la cueva de Montesinos en estrecha relación con el retablo:
[…] que el tiempo, descubridor de todas las cosas, no se deja ninguna que no le saque a la luz del sol, aunque esté escondida en los senos de la tierra, y por ahora baste esto y vámonos a ver el retablo del buen maese Pedro, que para mí tengo que debe de tener alguna novedad.
--¿Cómo alguna?—respondió maese Pedro--. Setenta mil encierra en sí este mi retablo; dígole a vuestra merced mi señor don Quijote, que es una de las cosas más de ver que hoy tiene el mundo […]
Pero, ¿qué es eso tan maravilloso que encierra el retablo, sino maese Pedro, dentro del mismo, en la oscuridad, manejando las figurillas de acuerdo con la narración que le llega del intérprete? ¿ qué es sino una alegoría reinterpretativa de la proyección de las sombras en la cueva de Platón y el filósofo en el exterior?
En definitiva, la interpretación que aquí propongo con la vista puesta en la dialéctica entre el pasado y el presente surge, cómo no, desde un punto de inflexión que pasa por una jurisprudencia exterior al texto, y que tiene sus raíces en lo ideológico; si se quiere, en el planteamiento de diferentes estructuras jerárquicas en el tiempo entre el espectador y el artista, o entre la literatura y el cine. Las preguntas que surgen en un texto y otro no son más que esfuerzos hermenéuticos que nuestro contexto cultural, social o, por qué no, político nos permite plantear, como diría Gadamer.
Yo, de momento, volveré a disfrutar de las dos propuestas: la del libro y la del fragmento de Welles, y mientras tanto, como un espectador más, en continua comunión con la “tercera cosa” de Ranciere, seguiré “dialogando” con ambos; seguiré indagando que pasó con aquel intérprete --ausente en Welles-- y su “canto” a la tradición popular. ¿Se habrán desvanecido entre las sombras de los “titiriteros”?
De ingeniosa se podría calificar la escena que en su intertextualidad muestra un diálogo cervantino-wellesiano que invita a explorar con mayor detenimiento el contenido fenomenológico del Quijote; su mirada como alegoría del sujeto pensante. He aquí, no solamente se amerita un procedimiento reduccionista que en su sentido husserliano invita a explorar la “consciencia de la consciencia” que surge a partir del momento que se busca concientizar sobre el objeto percibido (el Quijote bajo la mirada del espectador académico), sino también, en un acto paralelo, lanza un escrutinio sobre la interpretación de la interpretación misma (la interpretación del actuar del Quijote según el espectador académico); donde el procedimiento hermenéutico estaría atento a las rupturas y articulaciones estéticas que subyacen en la narrativa visual y en la intertextualidad Cervantes-Welles de la escena, sobre todo al delineamiento de la interpretación en si.
ReplyDeleteDígase que el Quijote ha sido (de)(re)presentado y duplicado en un nuevo contexto por el gesto del simulacro cinemático, gesto que al duplicar y descontextualizar históricamente la edad de hierro por la modernidad contemporánea, reconfigura la subjetividad esquizofrénica del Caballero de la Triste Figura. Esto vale explicarse dentro de un marco cuya base es la articulación entre la fenomenología y el esquizo-análisis.
Para Deleuze y Guattari, la esquizofrenia, como recurso disidente, lleva intercalada la multiplicidad de perspectivas heterogéneas, asimismo, en su rechazo por la imagen sea, edipal, singular, codificada e integral, el sujeto esquizofrénico no percibe el objeto por lo que es, pues, éste no se circunscribe dentro de la ontología absoluta, ya que el sujeto esquizofrénico avanza: “towards the consistency of its virtual lines of bifurcation and differentiation, in short towards its ontological heterogeneity”.
En una sencilla explicación, el sujeto esquizofrénico como objeto estético y elemental de la obra, en este caso el Quijote, se convierte en el objeto fenomenológico del espectador; el actuar esquizofrénico e irracional del actor se convierte en objeto de la percepción del espectador. Asimismo, acontece la dialéctica entre la fenomenología y el esquizo-análisis. ¿Vertical o horizontal? Esto ya es materia para otra discusión.
No obstante, sea la forma estética wellesiana la que dirija la percepción del espectador y la detenga concienzudamente en la mirada del Quijote, quien se ha dejado seducir por las imágenes, estas aunque reminiscentes del retablo de maese Pedro, también apuntan a un reajuste en la percepción y mirada del Quijote; reajuste que al parecer desvanece la magnitud de bifurcación y diferenciación cervantina. Si en la obra cervantina el Quijote muestra un alto grado de esquizofrenia al negar la percepción del objeto percibido y su esencias, ese ver gigantes en vez de molinos, en Welles, la emblemática percepción quijotesca y cervantina pierde su intensidad crítica; el Quijote de Welles es desoladamente pasivo, ya que es fácilmente hipnotizado e interpelado por la imagen integral. Es decir, la imagen del objeto percibido impera sobre la subjetividad del Quijote, cuando en Cervantes, ese mismo Quijote impone su imaginación esquizofrénica sobre la imagen misma, ostenta una subjetividad esquizofrénica y deconstructivista.
¡Cepos quedos! Diría el Quijote cervantino encarando al Quijote duplicado wellesiano.