He de reconocer que me asombra, cada día más, cómo se verbaliza el gran artefacto de la miseria política y cómo una gran parte de la opinión pública sucumbe a ese entramado de medias verdades o falsas promesas. Lo que era y sigue siendo la fórmula habitual de las campañas electorales, ahora se extiende como una epidemia más allá del “obligado” contexto electoral. Y todo esto no sería anecdótico (ni nada novedoso) si no fuera porque el actual relato político es, en buena parte, responsable de la pérdida permanente e irreversible de una opinión pública, cuya reflexión individual es inexistente o está subordinada a las estructuras de poder en todos sus ámbitos, incluido el de la capacidad mediática como gran herramienta de persuasión.
Nos llevaría mucho tiempo examinar toda la “logística” en la cadena de transmisión del discurso político. Sin embargo, no es difícil comprobar cómo gran parte de la ciudadanía se ha convertido en un simple constructo de seducción del relativismo político. En otras palabras: los mass media fomentan que se repita como cacatúas lo que se dicta desde la esfera política sin mayor convencimiento o reflexión que la de su propio pulso ideológico. Dicho de otro modo, replican con absoluto convencimiento el hilo argumental político en una suerte de trance dogmático. Es decir, sectarismo en estado puro. Y aquí subyace lo novedoso y también lo peligroso del asunto.
Es tal la sumisión del pensamiento crítico al imperio del dogmatismo político, que no ya no nos extraña que la enajenación colectiva se haya apoderado de la sociedad hasta tal punto que ahora el Otro es el enemigo a batir: “si no estás con nosotros, estás contra nosotros”. Como tampoco es de extrañar que la actual polarización que sufre gran parte de la sociedad occidental, tenga su génesis en el yugo de la subordinación política. No hay que ser un sesudo analista político para caer en la cuenta de que la polarización se alimenta de los extremismos identitarios y, en particular, de la extraordinaria ceguera que presenta buena parte de la sociedad.
Es precisamente esa ausencia de una mirada individual, reflexiva y crítica sobre la perversidad del discurso político lo que ha favorecido que la sociedad se divida en dos mitades, criminalizándola, estigmatizándola y sectorizándola a partes iguales tanto desde el discurso oficialista como desde el discurso opositor, aunque en el caso de España –si se me permite la digresión–, recaiga mayor culpabilidad en el primero que en el segundo, pues no olvidemos que el gran arquitecto del muro español se esconde en las trincheras socialistas desde el mismo día de su investidura.
Habría que retrotraerse a tiempos más oscuros de la historia para examinar qué consecuencias conlleva el abrazo al dogmatismo político y la consiguiente pérdida del juicio colectivo (léase sectarismo). Bastaría con echar una mirada a la Alemania de Hitler y a la Unión Soviética de Stalin para darse de cuenta de cuál fue su desenlace. Desde un prisma más actual, si observamos la división social (y tremenda polarización) que ha desatado la América woke de Biden; la ultranacionalista de Trump o la España socialista (y comunista) de Sánchez y sus “aliados”, por citar solo algunos ejemplos, encontraremos bastantes paralelismos con aquellas cenizas del pasado, algunos de ellos bastante ilustrativos.
La antesala de la actual polarización en las democracias de Occidente, fruto del dogmatismo político y del sectarismo, es la expresión de extremismos en un caótico “todos contra todos”: los republicanos contra los demócratas; los de la izquierda contra los de la derecha; el feminismo radical contra el más tradicional; los blancos contra los negros; los españoles contra los inmigrantes… etc. Todos estos y otros “bandos” (seguramente que el lector tiene en mente muchos más) abonan el terreno de lo irreconciliable, al mismo tiempo que el mantra dogmático sigue nutriéndose del individuo que antepone su mirada crítica o reflexiva a la ideología y termina por echarse en brazos del sectarismo.
Vivimos bajo la colonización de una narrativa política muy propensa al tribalismo o, si se quiere, a un atavismo primitivo que canibaliza la convivencia social. La espiral de la polarización sigue su curso al mismo tiempo que el individuo y, en términos generales, la opinión pública ha abandonado el sano ejercicio de reflexionar y ser crítica, entregándose al dogmatismo político promovido por las celdas mediáticas y las redes sociales. Si en Occidente no somos capaces de discernir las verdades de las falsas promesas; el sectarismo dogmático de la tolerancia hacia el Otro; o el autoritarismo colectivo de la libertad individual, lo que estará en jaque será la continuidad de una lógica democrática en todo Occidente. Es cuestión de tiempo.