La política actual es un campo minado donde los hechos pesan menos que las emociones y donde la lealtad a un líder justifica cualquier contradicción. Cuando una parte de la sociedad asume que “su bando” nunca miente –pase lo que pase–, el diálogo democrático se reduce a un intercambio de consignas y se convierte en una política fetichista. Es decir, la política deja de ser un espacio de debate sobre ideas para convertirse en la adoración acrítica de símbolos vacíos, y se reduce a una suerte de ritual de lealtad tribal mediante la repetición de eslóganes o de continuas descalificaciones con las que poder reafirmarse en una identidad concreta que, muchas veces, ni se cuestiona y, en otras tantas, se fabrica desde la narrativa del falso relato. Es entonces cuando la política se alimenta del culto a lo irracional: se mitifica el relato y se obvia la realidad. La insana intención es concurrir al “debate” a través de la demonización mutua entre la izquierda y la derecha en una constante guerra de etiquetas: la progresía versus la fachoesfera; el wokismo frente al anti-wokismo; la Agenda 2030 contra el negacionismo del cambio climático o el “genocidio” en Gaza frente al derecho de Israel a defenderse contra Hamás. Estas dicotomías no son sino rótulos que solo sirven para movilizar y exaltar a sus tribus ideológicas con un objetivo muy concreto: la polarización.
En España, como en otras democracias, la política tribal exige fe, no razonamiento. Se vende el fetichismo de la pertenencia emocional a un “nosotros” virtuoso frente a un “ellos” malvado. El resultado es una opinión pública intoxicada por mitos y nuevas “identidades”, donde “el otro bando” es un peligro para la democracia y no un adversario legítimo. Parte del éxito en ese relato estriba en la capacidad de defender lo indefendible sin ningún tipo de cortapisa moral o ética. Todo vale: desde la agitación popular como coartada para disimular las vergüenzas políticas hasta la legitimización de la violencia callejera como muestra de la “libertad de expresión” del pueblo. En otras palabras: el control de las masas al servicio del totalitarismo político. Esto ya lo hemos visto enarbolando banderas palestinas.
No es extraño que haya una parte muy significativa de la ciudadanía que esté desencantada de la política y que alcance niveles ciertamente preocupantes. La abstención crece, los populismos se nutren del malestar y hasta las soluciones autoritarias ganan atractivo para quienes ven la democracia como una herramienta inútil. Es un círculo vicioso en constante contradicción: cuanto más se legitiman las bondades democráticas, más terreno ganan quienes prometen arrasarla en nombre de una supuesta regeneración.
El poder como pretensión de ejercerlo contra el otro en nombre del colectivismo o el populismo violento en nombre de la libertad es sinónimo de totalitarismo. Como también lo es la perversión del debate político en meras etiquetas de señalamiento para convertir al “otro” en enemigo del interés común y, cómo no, de la democracia. Trasladar este principio polarizador a la ciudadanía para deslegitimar, cancelar o anular a quien no piense igual es la antesala del fascismo. Hoy se censura al “otro” y mañana se le asesina. Y lo peor de todo: se justifica su asesinato. Esto también lo hemos visto.
Para revertir esta situación es urgente recuperar el debate democrático con mayúsculas y evitar la patente política como fórmula de polarización. No cabe duda de que el ejercicio de la política del fetichismo es, en buena parte, responsable del deterioro de nuestra democracia y de una más que posible degradación de la convivencia. De no hacerlo, las consecuencias serán imprevisibles e incluso irreversibles. Mucho me temo que esto también lo veremos.